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miércoles, 14 de enero de 2009

A la hora de comer III

CUANDO LOS NIÑOS NO COMEN: GUÍA PARA PADRES
Dr. Julián Lirio Casero(Autor del Libro: Niños...¡A comer!)

La anorexia infantil es un motivo muy frecuente de consulta al pediatra, fuente de graves conflictos familiares y causa de hondas preocupaciones. Para muchos padres, el término anorexia les parecerá de extrema gravedad, probablemente por asociación con la anorexia nerviosa del adolescente, un cuadro clínico radicalmente distinto que aparece en otro momento de la vida (cercano a la pubertad) y con importantes implicaciones psiquiátricas y somáticas. En realidad anorexia, es la palabra con la que designamos técnicamente la falta de apetito. Simple y llanamente.
En la infancia la inapetencia puede responder a enfermedades orgánicas, ya sean agudas (como el caso de un catarro o unas anginas), o crónicas (como la que acompaña a las enfermedades digestivas); pero también puede haber anorexias de causa psicógena, con formas simples y transitorias como las que aparecen tras el destete, el nacimiento de un nuevo hermanito, la entrada en la guardería o la interrupción del contacto con la madre, y formas más complejas como la denominada anorexia esencial de la infancia que puede llegar a afectar a uno de cada 3 niños menores de 8 años. De hecho, una circunstancia puntual como la interrupción de la lactancia materna puede ser el percutor o precipitante que desencadene una anorexia infantil crónica. Podemos decir que un niño sufre este tipo de anorexia esencial cuando existe dificultad persistente para comer adecuadamente (esto es, con incapacidad significativa para aumentar de peso).
Consideramos que el trastorno es persistente cuando nos lo encontramos sistemáticamente todos los días durante, al menos, un mes y siempre que no exista una enfermedad orgánica, un trastorno mental importante o una falta de disponibilidad de alimento que lo justifiquen. El problema suele aparecer antes de los 6 años, aunque puede prolongarse durante más tiempo.Cuando analizamos las causas del estancamiento de peso vinculadas a falta de apetito, nos encontramos que sólo el 20 al 35 % de los niños que no consiguen ganar peso tienen un problema orgánico tangible y más del 50 % tienen dificultades en el entorno familiar, social o psicológico. El resto, son casos en los que no se llega a averiguar la causa nunca, aunque habitualmente mejoran de una forma espontánea e impredecible tras un período más o menos prolongado de tiempo.¿Por qué no comen los niños? Pues puede ocurrir por motivos diversos que pueden ser distintos para cada pequeño. Junto con los condicionantes psicológicos (celos del hermanito...) y las enfermedades orgánicas que ya he mencionado (erupción dental...), se pueden identificar otros factores que influyen sobremanera en la conducta alimentaria de muchos inapetentes, como por ejemplo la personalidad.
Así podemos observar cómo los niños más inteligentes o aquellos “movidos” a los que los médicos llamamos hiperkinéticos tienden a comer poco. En unos y en otros porque el hecho mismo de la comida representa una pérdida de tiempo, un período durante el cual no pueden disfrutar de su insaciable actividad exploradora del medio; bien por su afán de aprendizaje en el primero de los casos; bien por su incapacidad manifiesta para concentrarse en una tarea, siquiera unos minutos, en el segundo supuesto.En ocasiones no hay ningún problema, simplemente su incapacidad para comer todo lo que les ofrecemos tiene que ver con el ritmo de su desarrollo psicomotor, porque del mismo modo que no todos los niños comienzan a caminar o a controlar la orina al mismo tiempo, ciertos muchachos tardan en apreciar la riqueza de matices de una alimentación variada. Algunos niños incluso experimentan, a lo largo de su maduración, un período regresivo en el que disfrutan volviendo a un momento más antiguo de su niñez. De repente hablan como bebés o utilizan nuevamente el chupete y, por supuesto, desean volver al biberón aún después de haber superado la cuchara. Es como si quisieran quedarse enquistados en una fase anterior y profundamente infantil para disfrutar de todos sus privilegios. A esta situación, los psicólogos la llaman “síndrome de Peter Pan” en clara alusión a ese personaje de los cuentos que vivió permanentemente como un niño, sin madurar, sin crecer. También puede ocurrir que un niño rechace algunos alimentos concretos o el mismo hecho de comer por situaciones desagradables vividas con anterioridad. Tal ocurre cuando les hacemos comer bajo presiones o amenazas, convirtiendo un hecho fisiológico (comer) en una lamentable obligación. Desde luego, si castigamos sistemáticamente a un niño para conseguir que se termine un vaso de leche, es harto probable que la acabe aborreciendo para el resto de sus días. En cambio nos maravillamos viendo cómo los niños disfrutan con algunas comidas (casi siempre las mismas para toda la chiquillería), que ya de por sí tienen sabores agradables, y que además ofrecemos en atmósferas gratificantes como bodas, cumpleaños, pizzerías, hamburgueserías o en relación con distintas celebraciones o salidas del ámbito doméstico.Por cierto, debo aclarar que el gusto por los sabores dulces y las sustancias grasas es innato en la especie humana. Si nosotros colocamos una sonda y hacemos llegar hasta el líquido amniótico una sustancia dulce, podemos comprobar por medio de ecografías cómo el feto comenzará a chupar vigorosamente. Justo ocurrirá lo contrario si instilamos una solución salina. Y algo parecido ocurrirá si mojamos nuestro dedo alternativamente con azúcar o sal y lo damos a chupar a un recién nacido. Es decir, venimos “programados” para apreciar las golosinas, probablemente porque el primer alimento que tomamos, la leche materna, es ligeramente dulzón.
La introducción del problema de los sabores me permite hablar ahora del dilema de los omnívoros: la neofobia. Los humanos, como seres omnívoros, debemos hacer una dieta basada en todos los componentes de nuestro entorno: frutas, verduras, tubérculos, carne, pescado, vísceras, leche, huevos, legumbres, etc. Sin embargo, nuestra especie se ha tenido que enfrentar en sucesivas ocasiones a un mismo dilema: por una parte estamos llamados por la naturaleza a probar todos los elementos potencialmente nutritivos que nos ofrece, pero por otra parte sabemos que algunos de esos productos pueden ser tóxicos o letales. Ese es el gran dilema.

¿Cómo lo han resuelto los hombres de las cavernas?
Tomando pequeñas cantidades de esos alimentos nuevos, porque a veces ocurre que una pequeña cantidad de un tóxico puede ser bien aceptada o, al menos, no resultar mortal. Si la experiencia no resultaba contraproducente iban ingiriendo en mayor cantidad y con mayor confianza. Esa pauta que nos ha protegido como especie ha quedado sellada en nuestros genes, por eso los bebés de nuestros días recelan de todos los alimentos que les presentamos tras el destete y se aproximan a ellos con gran precaución o con un rechazo franco (neofobia). Entendiendo ese principio descifraremos porqué la primera vez que les damos un puré lo tocan, juegan con él y finalmente prueban una mínima cantidad (probablemente con el dedo), nunca un plato repleto. Con el tiempo, tras 8-10 contactos, dejará de mostrarse suspicaz y determinará que ese plato pase al cajón subconsciente de las preferencias o de las aversiones.Como decía antes, venimos de fábrica con una apetencia innata para los sabores dulces. Generalmente los platos que más apreciamos son alimentos grasos, y eso viene motivado porque las sustancias que dan sabor y olor a las comidas son solubles en grasas. Al nacer sólo reconocemos los sabores dulces y salados, con el paso del tiempo nos acostumbraremos a los ácidos mientras que detectaremos y, en general, evitaremos por siempre los gustos amargos, quizá también porque los venenos de la naturaleza vienen marcados con esa cualidad.
Por último quiero puntualizar un aspecto muy relevante para el apetito que muchos pasan por alto y es el hecho mismo del crecimiento. No tenemos más que observar una gráfica o curva de peso y talla infantil para comprobar la alta velocidad de desarrollo de los niños en los primeros meses de vida. Cualquiera de nuestros hijos duplica el peso del nacimiento a los 5 meses, lo triplica al año, pero ya no lo cuadriplica hasta los 2 años. Eso significa que los padres van a ser testigos de una llamativa conducta por la que el niño deja de comer aquellos platos rebosantes a los que les tenía acostumbrados a partir de los 12-18 meses, y la explicación resulta simple y evidente: su ritmo de crecimiento se ha ralentizado y no precisa las mismas calorías de antes. Así se mantendrá, más inapetente, hasta que llegue el tirón de crecimiento propio de la pubertad.
Y entre tanto ¿qué ocurre con estos padres? Los padres, especialmente las madres, se manifiestan fracasados y frustrados. Sienten que los niños representan un gran enigma sin soluciones y echan de menos ese manual de instrucciones que acompaña hasta al electrodoméstico más pequeño. Temen que sus hijos vayan a morir de inanición y, sobre todo, se sienten culpables. Sí, los padres nos sentimos responsables incluso de tener un hijo con Síndrome de Down cuando ciertamente no jugamos ningún papel. Sin embargo, el mayor capital es nuestro deseo de alcanzar el éxito aunque ello comporte algunos sonoros fracasos. La solución está en cada padre y en cada madre, y la orienta cada hijo. Primero tenemos que trazar nuestros objetivos. El principal de todos ellos, en materia de alimentación, es que nuestros hijos crezcan adecuadamente. La meta secundaria es hacerlo evitando enfermedades carenciales con una sabia distribución de las comidas por grupos de alimentos, y sólo en tercer lugar perseguiremos que nuestros hijos alcancen una dieta variada, casi sin limitaciones, incluso dentro de cada grupo. Este último punto puede demorarse más años de los que estemos dispuestos a esperar, pero depende del ritmo de cada niño y debemos ser respetuosos con él. Ser condescendientes con determinadas situaciones no implica mantener una relación tiránica dominada por los niños.

¿Cómo solucionaremos la inapetencia de nuestros retoños? Debemos luchar en dos frentes: fomentando el apetito (platos vistosos, vajillas atractivas, comidas encubiertas...) pero sobre todo recuperando el circuito normal de hambre-saciedad en el niño estimulando el ejercicio, imponiendo tiempos cortos a las comidas y dejando parte del control de la alimentación al niño, esto es, permitiéndole que regule la cantidad de comida ya que nosotros gobernamos los otros dos: el intervalo entre las tomas y el tipo de alimento.Como hemos visto hay una viva diferencia entre hambre y apetito. El hambre es un impulso mientras que el apetito es un hábito que vamos modificando. Hambre es lo que sentimos cuando llevamos muchas horas sin alimentarnos, apetito es esa fuerza que nos convida a pedir un suculento postre después de una opulenta comida en nuestro restaurante favorito pese a estar llenos. Muchos de nuestros hijos tienen mal apetito porque no les hemos dejado que sientan nunca hambre. Además el apetito tiene mucho que ver con algunos elementos externos que se han ido repitiendo durante el aprendizaje normal de las costumbres: el babero, la mesa, la servilleta, el rincón de la cocina donde siempre se desayuna. Esos hábitos cotidianos son muy distintos en diferentes lugares. Así en algunas regiones del planeta comer bien es hacerlo de pie en la órbita del fuego del campamento mientras se festeja con una danza, en otras será utilizando unos palillos y reclinados en el suelo. Para nosotros es lograrlo manejando los cubiertos y sentados alrededor de una mesa.

¿Existe alguna fórmula mejor que las demás? Yo pienso que no existe una manera universal, todas son igual de válidas siempre que estén aceptadas por el resto de nuestro entorno. La forma en la que alimentáis a vuestros hijos, aunque sea persiguiéndole por toda la casa, puede ser buena, pero debemos preguntarnos si será bien asumida por la sociedad en la que vivimos y, lo que es más importante, si en algún momento no nos cansaremos de mantener esos malos hábitos adquiridos.

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